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Kiko
Benítez |
Todos hemos seguido con mucha preocupación
el debate producido en torno a la nueva ley de Matrimonio Civil y,
a pesar de algunas omisiones esperables en las diferentes posiciones,
como que el matrimonio católico sí permite la disolución
del vínculo por una serie bastante amplia de causales —incluso
por defectos físicos—, o la simple disyuntiva de si seremos
o no un país libre —con todos los riesgos que la madurez
como tal implica—, se extraña un análisis más
honesto del fondo del contrato matrimonial en cuestión.
El cuándo se generalizó en Occidente
el contraer matrimonio por amor, y no por conveniencias familiares,
es un punto que los historiadores todavía deben dilucidar.
Posiblemente no hace más de un siglo y dependerá la
fecha de su comienzo, por supuesto, de los diferentes países
y estratos sociales.
Pero hoy es éste el argumento que se utiliza
para justificar un contrato eterno: el amor. Un fenómeno emocional,
maravilloso por cierto, pero también importante causal de suicidios,
especialmente entre los jóvenes, o de patologías como
los celos, en que el afectado cree fervientemente en algo indemostrable
e invisible, aún a pesar de que se le demuestre lo irreal de
su creencia: los Otelos son numerosos.
Cuando se está profundamente enamorado y
se es correspondido —los que hemos tenido la suerte de vivirlo
podemos dar fe de ello—, se experimenta un estado de deliciosa
locura. Así es, un estado de deliciosa locura. Pero que no
por deliciosa deja de ser locura. Locura que puede durar días,
meses, años, incluso toda la vida, y que bajo este estado,
muchos padres lo han visto, se pueden tomar las peores decisiones:
pruebas de amor que terminan en embarazos no deseados, fugas desde
hogares, explotación, muerte.
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Bajo ninguna circunstancia podemos afirmar que
todas las personas profundamente enamoradas están en pleno
dominio de sus facultades, y las que sí lo están, quizás
no están, entonces, tan enamoradas. Resulta cruel, en consecuencia,
que la sociedad les obligue a contraer compromisos sin estar capacitados,
como esperarían, por ejemplo, tantos
corresponsales —ver— a la sección
Cartas al Director de El Mercurio, como don Carlos Williamson, que
se refería al matrimonio como a la adopción de una "decisión
libre y consciente".
El mismo señor Williamson, quien argumenta
sólidamente a favor la opción del matrimonio indisoluble,
incluso tratando de anular la lógica aplastante de Álvaro
Fischer, desvirtúa su discurso al caer en idealismos. Se refiere
a los "contrayentes" dejando de lado que esos "contrayentes"
no son personas frías acordando un negocio, y que una mayoría
de esos "contrayentes" están profundamente enamorados
(locamente), apasionados, urgidos, hasta afiebrados, deseosos de creer
y hacer creer que lo que sienten será para siempre y mutuo,
mientras otros, una aplastante minoría pero la más peligrosa,
ocultan graves enfermedades mentales o que son unos simples timadores.
Los sacerdotes, notables varones pero solteros
y castos que en su más amplia mayoría nunca conocieron
ni conocerán la complejidad de la intimidad entre hombre y
mujer, sólo pueden imaginar, intentar comprender, lo grata
o ingrata que ésta puede ser. Los extremos de esta complejidad
son el Paraíso o el Infierno, pero en vida. Sus intermedios
¡fantásticos! con una sexualidad agradecida de la correspondencia
del otro, la pasión y avidez del otro... sólo cuando
ésta existe. Esta no es una relación amorosa paterno
filial, como además algunas parejas la viven, es una fuerza
motor de vida que como muchas otras creaciones en la naturaleza, no
trepida en la dolorosa aniquilación del animal menos capaz,
más débil o herido.
Por otra parte, el lector
Julio Ha-Leví apunta al riguroso silencio de los que defendemos
el divorcio sobre los efectos sociales que han sido demostrados por
numerosos estudios. Los estudios, que deben ser siempre tomados en
cuenta, pueden ser muchas veces cuestionados por la experiencia personal.
Gracias al segundo matrimonio de mi abuela materna, tuve tres abuelos
excepcionales. Gracias a los tres matrimonios de mi padre, un ingeniero
sensacional, que como socio ayudó a formar una empresa líder
en Chile de las obras civiles más difíciles, tuve dos
"mamás" —la tercera no mencionada, desgraciadamente,
fue "madrastra"—; mi madre me proporcionó un
segundo papá de lujo, Premio Nacional de Arte, músico
de origen europeo, y largos años columnista activo de El Mercurio.
Nuestra familia se vió, finalmente, enriquecida, que es, precisamente,
lo que se quiere defender.
Sin embargo, esta visión idílica
de nuevos matrimonios también formados por amor, se ve claramente
rebatida por el trauma de muchos hijos que debido al amor ciego de
su padre o madre por su nueva pareja, quedan viviendo una situación
traumática. Para muchas nuevas parejas, los hijos anteriores
ojalá no existieran.
Y es aquí donde confundimos algunas cuestiones
que son importantes. El amor que siente el enamorado es una fuerza
que no tiene ninguna similitud, por ejemplo, con el amor al prójimo.
Tampoco se parece al amor entre hermanos: cualquiera puede querer
a muchos otros por igual, mientras éste es excluyente ¡sólo
se puede amar al ser amado!
También la familia como pilar de la sociedad,
en esta discusión, es reducida a su mínimo indispensable:
papá, mamá e hijos. La familia es mucho más que
eso y es esa familia la que al estar bien conformada, incluyendo a
muchas generaciones, está capacitada de ayudar, educar y proteger
a aquellos que la prolongarán en el tiempo, porque en el fondo
esa familia que deberíamos ser, es aquello que antiguamente
se denominaba como "Nación".