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¿Evitar una guerra?
¿Valdría la pena?.

Kiko Benítez tras el espejo en Guay-guay. Por supuesto que una guerra, como la que plantea el actual gobierno de Estados Unidos contra Irak, no se evita protestando en las calles o parándose en la Quinta Vergara a promulgar consignas pacifistas, por muy notables que resulten algunas de ellas. Por ejemplo un actor mostrando un letrero que rezaba "Bush, think it twice".

Esta posible guerra, al contrario de la anterior en el Golfo Pérsico —en la que el mundo actuó en defensa de Kuwait, país que había sido invadido por Irak—, presupone un posible ataque contra el territorio norteamericano u otro lugar en occidente, con la utilización de armas de destrucción masiva de origen ya sea tradicional, químico o nuclear.

La suposición de posesión de armas radica normalmente en un trabajo minucioso de inteligencia, en el que se detectan actividades que no corresponden a su explicación. Por ejemplo, a un movimiento inusual de camiones entre una fábrica de ácido sulfúrico y otra con fachada de fábrica de juguetes o cosméticos. Es así como en base a una información concreta y como ya ha sucedido en el pasado —recordemos las fotografías aéreas de la ubicación exacta de los misiles rusos en Cuba, durante los 1960's—, se puede exigir a otro país que permita la revisión de determinadas instalaciones.

En este caso, los representantes de las Naciones Unidas —organización que actualmente reune a casi todo el mundo— han tenido que efectuar un trabajo a ciegas, sin un sólido respaldo de Inteligencia, buscando algo que no han podido encontrar porque, quizás, no existe, mientras, simultáneamente, Estados Unidos invierte en este ataque un monto muy por encima del que implicaría una defensa efectiva ante una amenaza de esta índole, gasto que también está realizando, incidiendo negativamente en la economía de su país e introduciendo factores recesivos en la de la región. Lo más peligroso dentro de lo que se ha encontrado son misiles de largo alcance, que sobrepasan los 150 kilómetros permitidos y que se exige que sean destruídos.

Después del atentado a las torres gemelas en Nueva York no sólo cambió el teatro mundial —en el sentido de que cambiaron los actores en el escenario o cambiaron la preponderancia de sus ubicaciones frente al público—, sino que también cambió el esquema de la guerra tradicional, trasladando el frente de combate a su sentido esencial —dañar al enemigo de forma irrecuperable—, como ya se había iniciado en la 2º Guerra Mundial con los bombardeos masivos contra civiles como Londres, Dresden y posteriormente los proyectiles V1 y V2 de largo alcance, o como los Kamikazes japoneses que involucraban la pérdida de un avión y un piloto por una victoria, o la misma tragedia de Hiroshima y Nagasaki que Occidente continúa contemplando como una hazaña sobre el enemigo oriental que, de no mediar esta masacre, habría ganado esa guerra que, por lo demás, ya tenía ganada.

Por supuesto que en esta oportunidad se intenta probar nuevo armamento —como las armas de tiro electrónico—, pero por primera vez ésta no parece ser una razón de peso como para iniciar una guerra. De hecho, gran parte del armamento de última moda ya fue probado hace unos meses en Afganistán aunque no al nivel masivo como resultaría en este caso.

Hoy se amenaza con una guerra anunciada. Con una guerra tradicional anunciada y con un agresor muy poderoso contra un país rico, ex aliado del agresor y que resulta un país que no reúne mayores motivos para iniciar una guerra excepto en el caso ya nombrado de anexar Kuwait a sus territorios o de detener la amenaza shiíta en el caso de Irán, lo que motivó su extraña alianza con USA.

¿Qué parece, entonces, intentar rescatarse aquí, con esta guerra? Esta es una pregunta muy extraña porque involucra una respuesta también extraña. Y la respuesta es el rescate de la guerra tradicional, sistema destruido por los mismos norteamericanos al utilizar por vez primera las armas de destrucción masiva, adelantándose a los alemanes que también las habrían utilizado de haber tenido la oportunidad, tratando de dar pie atrás frente a una situación que ellos mismos legitimaron: la de destruir sin contemplaciones un blanco que dañara irremediablemente a su enemigo.

Claro que las aristas de este "círculo" son muchas. Inglaterra ha logrado ponerse por delante de Estados Unidos en el escenario. No olvidemos que para el 11 de septiembre de los atentados en USA, ya las tropas de elite inglesas llevaban más de un mes operando en Afganistán después de un largo período de operaciones clandestinas en Colombia. Bush ha resultado aparecer así como el brazo armado de Anthony Blair y del Reino Unido.

En tercer plano pero con fuerte rol protagónico está Colin Powell, un ariano de 65 años, hijo de padres jamaicanos, con un bachillerato en Geología además de su conocida y reconocida carrera militar. Resulta, probablemente, el ciudadano norteamericano no blanco de mayor éxito político y con mayores posibilidades de llegar a la presidencia, pero es también un individuo acostumbrado a consolidar sus méritos por medio de éxitos castrenses.

¿Llegará este general retirado a la Casa Blanca como reemplazante de Bush? No se le vislumbran mayores adversarios políticos, los que en las actuales circunstancias parecen haber desaparecido. Es, en definitiva, un presidenciable.

Pero, decíamos, todo esto tiene muchas "aristas". Y no podemos dejar de retroceder a las armas nucleares utilizadas en la 2ª Guerra Mundial. Todo soldado, como lo es Powell, conoce de cerca su potencial, su fantástico efecto destructivo, su desconmesurada y desproporcionada acción instantánea, además de los enormes, prolongados e insoportables efectos secundarios sobre innumerables inocentes. Nunca podrá vivir tranquilo nadie, y menos un pueblo, que habiendo causado un daño de esta envergadura, no se mantenga bajo el pavor, aunque sea inconsciente, de sufrirlo en carne propia y en justificada venganza.

Podría este "soliloquio" terminar aquí. Pero queda lo peor. Los norteamericanos e Inglaterra, junto a sus aliados, muchos de ellos —como Chile— sin la más leve idea de las tácticas que seguirían, bajo la presión de una guerra virtualmente perdida, se atrevieron a probar en suelo norteamericano la fisión nuclear por medio de una bomba atómica que causaría una reacción en cadena que en teoría podía terminar con toda vida en la tierra. Lo hicieron aún bajo el riesgo de sus existencias. Preferible la muerte de todos, comenzando por la propia y aunque involucre el fin de todo ser en el planeta, si es que no en el universo, antes de una derrota. Hoy el panorama se vislumbra muy similar: poco importan los demás, mientras se obtenga un triunfo a lo que cueste.

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