Fuente: El Líbero – Su llamado es muy importante para nosotros – #CientoCuarenta
Caso 1: Si usted desea emprender viaje desde el aeropuerto de Santiago entre las 22:00 y las 23:00 horas, sea precavido y llévese lo que en vocablo chileno conocemos como “cocaví”, porque durante ese lapso de tiempo la mayoría de las empresas (salvo una honrosa excepción) que prestan servicios alimenticios para los pasajeros “no VIP”, se encuentran realizando cambios de turno y no hay nadie disponible ni dispuesto para satisfacer sus antojos. ¿Será que está científicamente comprobado que en ese horario los pasajeros de vuelos internacionales no sienten hambre?
Caso 2: Usted debe llamar a un número de servicio al cliente cuando no se cumplen sus expectativas respecto de una prestación. El modus operandi generalmente corre así: primero escuchará una monótona grabación que le agradece su llamado, el cual es muy importante para la empresa, pero debido a que todos sus operadores se encuentran ocupados se le solicita aguardar en línea. Si tiene suerte, inmediatamente comenzará a sonar una melodía calmosa a fin de que su espera sea más placentera. Corren varios minutos y usted comienza a sospechar que su llamado quizás no era tan importante y que sería impertinente perturbar el ritmo de trabajo de los agobiados telefonistas fantasmas. Un tanto frustrado, cuando está a punto de colgar, ¡oh, sorpresa!, una voz “humana” interrumpe su estado de ansiedad y le pregunta en qué lo puede asistir.
Sin embargo, el verdadero final a esta dinámica muchas veces está lejos de ser feliz, ya que la persona al otro lado de la línea comienza a ofrecer una serie de alternativas inesperadas. Desde tener que seguir esperando a que otro reciba su queja, llamar a un número distinto, digitar otra extensión, entregar información detallada a través de una carta o e-mail dirigido a un supervisor de la empresa o, incluso, que el operario que lo atendió no tenga una respuesta clara para un asunto que usted ya ha comenzado a olvidar y que se le ha tornado confuso, debido a que han transcurrido demasiados minutos y han sido demasiados los pasos a seguir desde que logró comunicarse.
A pesar de no ser una erudita sobre el complejo mundo del servicio, no necesito ser Peter Drucker para diferenciar cuándo estoy recibiendo una buena o mala atención. Basta con reconocer mi sensación térmica para advertir, casi de inmediato, si mi petición ha sido realmente tomada en cuenta o si, por el contrario, se diluirá en los archivos del olvido convirtiéndome en una anécdota más, anónima y atemporal.
Tiempo atrás, conversando con una amiga extranjera, mientras disfrutábamos de un café a miles de kilómetros de Chile, le pregunté por qué el servicio en su país era tan sobresaliente. “La brava competencia”, me dijo. “En esta ciudad, si no ofreces buen servicio, morirás como una mosca en el intento”.
Tras sostener ese diálogo, regresé a Santiago nostálgica, no precisamente por los parajes o museos visitados, sino porque mi realidad en cuanto a servicio palidecía en comparación a lo experimentado afuera. Los hechos sobre nuevos casos de colusión empresarial no hicieron más que profundizar mi melancolía y me llevaron a querer aprender cómo se puede mejorar un elemento intangible como es el servicio, cuyo poder, al igual que sucede con el aire, no pasa por los cinco sentidos, sino más bien por entender que es un elemento vital para la sobrevivencia (en este caso, de las empresas).
Los países mejor evaluados y que cumplen los máximos estándares de calidad de los servicios que proveen, tanto de sus sectores públicos como privados, son Nueva Zelanda, Canadá, Noruega, Australia y Dinamarca. Su envidiable prestigio va de la mano con las proyecciones realizadas por instituciones como la Escuela de Negocios de Harvard, The Economist Intelligence Unit y BDO Global, las cuales han determinado que, hacia 2020, un servicio de excelencia será lo que diferenciará a las empresas, por sobre los precios o productos que ofrezcan.
Pero, ¿qué se entiende por servicio de calidad? Desentrañar el misterio no es tan difícil, llevarlo a cabo sí que lo es. Las palabras mágicas son: empatía, valoración, aprecio, respeto y una ayuda eficaz que, a la vez, se traduce en información adecuada, transparente y veraz (en ese orden).
Un buen embajador, que representa casi todos los atributos de los que estamos hablando, es Mickey Mouse. Parece inverosímil, pero no se debe tomar a la ligera que cada día Disney, en Orlando, logra atraer hordas de turistas que repletan en menos de media hora sus parques temáticos para acercarse al legendario roedor. Nada de gruñidos ni ojos en blanco. El célebre anfitrión ha logrado mantenerse vigente por más de 60 años porque pareciera entender, como pocos, lo expresado por su compatriota Benjamín Franklin en 1776: “Bien hecho es mejor que bien dicho”.
Una clara ventaja para un personaje que nunca ha necesitado pronunciar ni una sola palabra para transmitir que el centro de las preocupaciones de su institución, a lo largo de toda su trayectoria, ha sido atender oportunamente los requerimientos de personas/clientes de todas las edades y de todas las culturas, unidas por una experiencia vital que les resultó más que gratificante y satisfactoria, y que seguramente los hará querer repetirla una y otra vez, porque saben que Mickey Mouse y su tropa los estarán esperando siempre con una gran sonrisa y con los brazos abiertos.
Paula Schmidt, periodista e historiadora
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