Carlos Peña: “…sancionar el negacionismo, a pesar de las apariencias, lesiona los derechos humanos, imposibilita el debate que mantiene vivas las razones que impiden su violación y perjudica el quehacer histórico…”.
Fuente: El Mercurio.com – Blogs : Negacionismo y libre expresión
¿Es razonable castigar penalmente -como lo propone un proyecto en actual debate- a quien niegue las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura y recogidas en informes oficiales?
A primera vista, una regla como esa debiera ser celebrada. Mediante ella, la sociedad se cercioraría -empleando la coacción estatal- de que los intentos de cerrar los ojos de las nuevas generaciones ante esos crímenes fructificarán. Todos quienes mediante diversos pretextos y argucias sugieren que esos crímenes debieron, después de todo, cometerse, tendrían que, una vez que la ley se apruebe, callar o afrontar la privación de su libertad.
A pesar de las apariencias, una regla como esa no debiera ser aprobada.
Si se hace callar de esa forma a quienes niegan las violaciones a los derechos humanos, no solo la libertad de expresión se vería amagada o inhibida, sino que también la propia causa de los derechos humanos aparecería perjudicada.
La libertad de expresión, que no hay que olvidar es también un derecho humano, sufriría un desmedro. Después de todo, las sociedades abiertas reconocen la libertad de expresión a sus miembros para que digan o expresen puntos de vista que van contra las convicciones que abriga la mayoría. Defender la libertad de expresión solo para que se manifiesten puntos de vista que ex ante la mayoría acepta es promover una libertad de expresión que de tal tiene solo la apariencia. De todos los derechos humanos, la libertad de expresión es el más claramente contramayoritario, puesto que por definición autoriza a su titular a extravertir puntos de vista u opiniones que a la mayoría incomodan o que no aceptan.
Se suma a ello el hecho de que quienes niegan las violaciones a los derechos humanos no cierran los ojos a los hechos acaecidos, sino a su significado. Esas personas no niegan que en Chile, durante la dictadura, hubo torturas, ejecuciones ilegales y desapariciones forzadas. Lo que esas personas hacen es sostener que hay múltiples circunstancias que permiten explicar esos hechos y que, hasta cierto punto, desproveen a quienes ejecutaron los crímenes de responsabilidad. La larga cadena causal que antecedió a esos hechos obligaría, sostienen estas personas, a morigerar el reproche penal o de otra índole.
El anterior es un punto de vista profundamente errado; pero en vez de hacerlo callar con la amenaza de la prisión, como lo sugiere este proyecto, es mejor refutarlo reverdeciendo de esa forma, una y otra vez, las razones que hacen que las violaciones a los derechos humanos no puedan ser justificadas porque su respeto constituye un imperativo categórico, quizá el único, que abrigan las sociedades democráticas. Si en cambio el castigo del prohibicionismo fructificara, si las personas que piensan que las violaciones a los derechos humanos no ocurrieron como tales violaciones -porque las circunstancias que las desataron hacen de ella crímenes ordinarios o tropiezos inevitables de un guerra soterrada-, entonces en la cultura pública se formaría un tabú que al congelar el debate impediría el discernimiento que permite condenar racionalmente esos crímenes.
La cultura de los derechos humanos -porque de eso se trata este problema- no se promueve mediante la prohibición, sino mediante un debate libre, abierto y vigoroso entregado al discernimiento racional de los ciudadanos.
A las razones anteriores se suma el hecho de que la historia (de todas las disciplinas humanas quizá la más relevante) supone siempre la disposición intelectual a discernir una y otra vez el significado de los hechos pasados. La historia como quehacer intelectual no existe porque los seres humanos no sepan lo que ocurrió en el pasado, sino porque ellos no pueden evitar una y otra vez discutir el significado que esos hechos poseyeron. La historia no es, rigurosamente hablando, una disciplina de hechos, dedicada a la constatación puramente fáctica o documental, como creyó el positivismo, sino que ella es un quehacer intelectual de significados. En la larga tradición intelectual que alcanza una de sus cumbres con Dilthey, los seres humanos miran al pasado una y otra vez no procurando ver algo que antes no han visto, sino intentando comprender el significado de lo que han visto una y otra vez sin comprenderlo.
Por eso está muy bien castigar el discurso de odio (la acción comunicativa tendiente a derogar la condición humana de grupos o individuos porque atenta contra la condición de posibilidad del debate democrático); pero no está bien castigar penalmente el negacionismo, porque al hacerlo se lesiona la libertad de expresión, se impide el debate que reverdece las convicciones en materia de derechos humanos y se lesiona la libre investigación histórica, que es el esfuerzo infinito de la cultura humana por comprenderse a sí misma.
Carlos Peña
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