Fuente: EyN: La toma de dominicanos donde conviven empleadas de Chicureo y “sin papeles”
Gabriel Pardo
Algunos la llaman la toma de las “nanas dominicanas”, aunque sus habitantes lo bautizaron más amablemente como Campamento Ribera Sur.
Nadie sabe bien cómo es que llegaron. Junto al estero Colina -en las cercanías de la autopista Los Libertadores, a la altura del kilómetro 57- se agrupó primero un puñado de dominicanos. Hoy son más de un centenar.
Lentamente fueron levantando casas de madera que ya lucen pintadas y con pequeños patios. Casi todas tienen la bandera de su país en el muro.
Si alguien recorre el lugar un lunes al mediodía casi no se ven vecinos caminando por la polvorienta e improvisada calle principal del campamento. En su mayoría mujeres, parten temprano a trabajar a Chicureo, como asesoras del hogar.
Dicen que se tomaron el lugar porque es más fácil llegar desde ahí a sus labores.
Altagracia Abreu, que aparece bajo el calor del mediodía, algo cabizbaja, caminando con una pequeña carterita en la mano, no salió a trabajar como sus vecinas.
Ella está indocumentada. Como otros de sus compatriotas, llegó a Chile cruzando la frontera con Bolivia por tierra.
Altagracia cuenta que fue dramático. En su país pagó a una supuesta agencia que dijo que le resolvería los trámites para un ingreso normal a Chile.
Se equivocó.
Indocumentada por la frontera
Primero llegó en avión a Ecuador y luego fue trasladada por tierra hasta Bolivia. En ese país se dio cuenta de que el ingreso a Chile no sería “normal”.
Ella y otras trece personas -cuenta- tuvieron que cruzar por un paso no habilitado a Chile y caminar horas bajo el calor abrasador del desierto.
“Me dejaron cuando cruzamos la frontera de Chile con Bolivia -dice- y me encaminaron al terminal de buses de Iquique”.
Ahí se las tuvo que arreglar sola. Con el poco dinero que le quedaba, tomó un bus a Santiago.
Altagracia lleva un año en Chile. Y aunque trabajó una temporada como nana en La Dehesa, no tuvo éxito en conseguir un contrato. Su condición irregular pesaba. “Si no tienes tus papeles al día, poca gente se anima a darte empleo”, se lamenta.
Ahora está cesante y no sabe cómo logrará mantenerse.
Para no conversar en medio de la tierra invita a pasar a la casa de una amiga, quien además de estar indocumentada, se quebró hace poco una pierna y lleva una bota de yeso, así que apenas puede moverse y menos, trabajar. “Dios dirá”, suspira su amiga.
Uno de los factores que ha incidido en el aumento de dominicanos irregulares, según el director del Servicio Jesuita de Migrantes, Miguel Yaksic, es la exigencia de una visa por parte de Chile a ciudadanos de ese país, lo que incentivaría la presencia de mafias dedicadas al tráfico de personas. Cuestión que también reconoce el director del Departamento de Extranjería y Migración, Rodrigo Sandoval.
El alcalde de Colina, Mario Olavarría, advierte por su parte que ese lugar, ubicado junto al río, no es apto para instalar viviendas, pero que ya se trabaja con el Servicio de Vivienda y Urbanismo (Serviu) para que puedan optar a una solución habitacional.
Según registros oficiales, afirma el embajador de República Dominicana, Pablo Maríñez, hay unos 8.500 de sus compatriotas en Chile, pero aclara que la cifra podría ser en un 30% superior. Él también cree que la visa para ingresar al país debería eliminarse.
Yucas y plátano verde
Otras dominicanas del campamento han tenido mejor suerte que Altagracia.
En una de las viviendas, donde funciona un almacén que vende yucas y plátanos verdes, está Maritza Peña (37).
Ella era profesora de Ciencias Sociales en su país. Vivía en la ciudad de Bonao. Ingresó hace más de tres años, como turista, para buscar trabajo en Chile.
“En mi país no había empleo”, dice, con acento caribeño, mientras se arregla el pelo y vigila a las dos niñas crespas y sonrientes que revolotean en su breve patio. “Uno buscaba en internet y veía los países que estaban más estables. Chile era uno de ellos”.
Maritza, quien ya tiene permiso de permanencia, dice que trabajó como nana en la casa del hijo de una ex parlamentaria chilena.
En Colina conoció a otro dominicano. Se casaron en el mismo campamento. En la pared está la foto de ella con vestido blanco.
Ahora se independizó y montó el almacén con productos típicos que consumen sus compatriotas. Además, cuida a los niños de sus vecinas cuando parten a Chicureo.
En otra casa, Damaris Núñez invita a pasar. Ella, quien también ha sido empleada de casa particular, está feliz porque acaba de traer a dos de sus seis hijos desde su país y los pudo matricular en escuela de la comuna. “En Chile lo difícil es que hablan muy diferente. A mí me mandaban a comprar palta y no sabía que era el aguacate”.
No les ha sido fácil adaptarse.
En días calurosos a veces tienen frío. Y en días de frío, sufren.
El fin de semana, en cambio, las letras del bachatero Romeo Santos se cuelan desde las radios de las viviendas y los ocupantes conversan, ríen y juegan dominó, una especie de deporte nacional para los dominicanos. Así se va pasando el frío.
En un auto viejo aparece Juan Félix Araujo (26) y saluda respetuoso. Arribó a Santiago hace cuatro años, siguiendo a su madre, quien ya volvió a su país.
“Yo manejo grúas, camiones, esas cosas”, dice, como pasando el aviso. “También corto el pelo… por cuatro lucas”.
Cuando se le pregunta qué diferencia hay entre los chilenos y sus compatriotas, se queda pensando. “Los garabatos”, dice, soltando una sonora carcajada.
Altagracia Abreu también se ríe al escucharlo.
“Pese a todo seguimos siendo alegres. No vinimos a hacer problemas, sino a buscar una oportunidad”, dice ella, antes de perderse de vista en el camino.
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