En Diciembre del año 1999, mi madre se encontraba internada en la Clínica Las Condes. Su situación de salud empeoraba, poco a poco se disgregaba su forma de decir las cosas, y el deterioro la afectaba poco a poco. Era ella, pero no sabía cómo hacernos llegar su mensaje. Manejábamos opciones de pelear por su salud, y las puertas se nos cerraban, una tras otra. Recibíamos noticias malas y noticias peores. Los médicos opinaban que una craneotomía era lo mejor, para confirmar que tenía lo que tenía... ¡mierda! ¿operarla para confirmar lo que ya se sabía? Era mejor hacerlo para pelear directamente por su vida.
La posibilidad de ir a Boston se difuminaba, nos quedaba la posibilidad de Nueva York, increíble hasta pensarlo.
Estaba al mediodía de ese mes sentado en la escalinata del Banco del Estado del Apumanque, aquél que asaltaron cuando estábamos en el Colegio ¿ se acuerdan? y me sentía completamente desesperado, descorazonado, como no había sentido antes y sólo he sentido en pocos momentos posteriores.
Lloraba y gritaba por dentro a Dios que me ayudara, que por qué nos había dejado solos. Hablé con Gustavo por celular ( mi inefable amigo Gustavo), y mientras me daba ánimos, me llama mi padre al mismo teléfono, y me dice que habíamos recibido la confirmación de Nueva York para, acto seguido, confirmarme Gustavo lo de Boston.
¡Milagro! pensé y sentí. Claramente una puerta se abría y nos daba, al menos, la posibilidad de luchar. LUCHAR, así con mayúsculas.
Casi dos años después, mi madre ya no está, y es el primer día de esta festividad que pasaré sin ella. Su lucha nos privilegió, su recuerdo está latente en mi vida, necesito su cobijo, su calor, su protección, el tocar sus mejillas, besarla. Besarla sin pausas, como me gustaba hacerlo, hasta que me separara por " catete". Y, sobre todo, escuchar su voz. SU VOZ. Con gusto daría media vida que me quede por escucharla una vez más, solo una vez más...
Quienes han pasado por esto, saben qué se siente. Impotencia, angustia, dolor, ganas de arrancar, de evadirse, de no estar aquí, de no escuchar la publicidad. Pero, recordé hoy, ese día fuera del Banco del Estado sentí clara la presencia de Dios, acordándose entre sus muchas tareas, de mí, de mi familia, de nosotros.
No soy ni tan católico, ni tan practicante, ni tan devoto. Ser pechoño o golpearse el pecho no va en mí. Más, ciertamente, Dios me habló a través de sus mensajes, me orientó, me dio un apoyo.
Hoy, después de otras experiencias fuertes que me ha tocado seguir viviendo, pues al parecer de arriba quisieron que conociera el mundo y la vida en apenas dos años, con todo lo que eso ha implicado, estoy aquí, vivo aún, tengo el corazón con heridas que espero cicatricen, y espero una señal, una señal que dé claramente la razón de mis acciones, la fortaleza de mis decisiones, la fuerza de seguir peleando.
Mientras tanto, lucho, lucho denodadamente, y no me rindo. No. No me rindo. Y que eso quede claro, pues mientras hay vida, HAY ESPERANZA.
Un saludo a Uds. mis amigos, y espero que disfruten junto a sus madres el día que se avecina. Aprovechénlas, ríanse con ellas, peleen, enójense, pero atesórenlas, dejando en el fondo de sus corazones una pizca de cariño y de recuerdo hacia mi madre, aquella mujer que me hizo ser lo que soy, que me infundió fortaleza, carácter, inteligencia, y que me dio su corazón sin dobleces ni condiciones. La recuerdo y la lloro día a día, semana tras semana, momento tras momento.
Sepan que yo estaré ahí con Uds. apoyándolos y abrazándolos cuando ellas partan, y el señor decida que ya han cumplido con su tarea.
No lo duden.
MAURICIO MOYA
