A
las 06:30 A.M. suena el despertador, ducha, un café, primer cigarro del
día y Paulina mi mujer con infinito amor y paciencia me lleva a Pudahuel,
perdón, Comodoro Arturo Merino Benítez (me gustaría escuchar
a una azafata de Lufthansa pronunciando ese nombre).
El
aeropuerto un tanto vacío, voy al counter, entrego mi equipaje, le pido
que me cuiden la guitarra ya que la última vez le volaron algunos topes
a la caja; le ponen una etiqueta que dice "Priority" y la encomiendo
a los ángeles.
Tiene
21 años mi guitarra y conseguir otra igual además de difícil
es caro.
Sala
de embarque, otro café, vitrinear y mirar esa colección de modelos
de avioncitos que venden en una de las tiendas. Dan ganas de tenerlos todos, el
problema es donde los pones. Llamado a embarque. Leer el diario, hacer el puzzle,
poco a poco se va llenando el avión y de seres humanos pasamos a transformarnos
en truchas envueltas en aluminio.
Pese
a que los aviones son cada vez más grandes, adentro son cada vez más
chicos. Igual me encantan los aviones, sobre todo los 737 que son tan ágiles
como una avioneta. Los favoritos de los pilotos.
Me
encanta el despegue y el aterrizaje.
Arriba
es un poco fome, salvo cuando hay buena visibilidad, además la cajita feliz
que es cada vez más económica y, por qué no decirlo, hasta
rasca, no contribuye al entretenimiento. Atrás quedaron los días
de la omelette, un poco recocida pero omelette al fin.
Desde
el aire veo los múltiples incendios forestales obviamente provocados; me
imagino pumas, huemules y bandurrias huyendo, araucarias y copihues calcinados,
pueblos asfixiados por la humareda. El Bio-Bio, esa aorta sagrada brilla a pesar
del humo y el despojo.
Peinando
campos y corridas de coihues, ulmos y álamos aterrizamos en Pichoy, el
aeropuerto de Valdivia. El cielo azul, ese olor a sur donde el oxígeno
y la bendición del origen te envuelven.
Me
espera Mauricio, el productor del evento. Se ve contento aunque nunca relajado,
pendiente de mil detalles, músicos, cuerpo de baile, horarios, pruebas
de sonido. Todos los artistas vamos a Valdivia y después de un almuerzo
compartido partimos más al sur, a Calbuco en auto, otros en Van, en fin.
Después de tres horas de viaje llegamos al gimnasio Municipal de Calbuco.
Pruebo
sonido en 10 minutos y después de eso buscamos un lugar donde pueda descansar,
ya son las siete de la tarde del sábado, la actuación es a las 12
de la noche y mal que mal llevo 12 horas viajando.
El
Gran Hotel de Calbuco está cerrado, pleno febrero (¿quién
lo entiende?), buscamos algo dentro de lo poco que hay y finalmente damos con
una hostería que cumple las mínimas condiciones, pero que queda
a pasos del gimnasio. No hay otra opción, pero en fin, trato de arreglar
la espuma de la almohada que se sale por todos lados, desatornillo la ampolleta
de 25 watts del techo y la pongo en una pequeña lámpara desocupada,
me tiendo en la cama, trato de dormir pero no puedo, pasa cuando el viaje es largo.
Ordeno mi agenda, toco un poco de guitarra, no hay televisión pero por
un lado lo prefiero así: me pone en contacto con ese espíritu protector,
esa presencia que te hace sentir en casa incluso en los lugares más
extraños, y por el cual siento un cariño y un respeto infinito.
El
cielo se enciende con el atardecer, bocinas por los novios, campanas de la iglesia,
ladridos de perros, gritos de los niños, todo junto en esa sinfonía
disonante, tan querida, tan humana.
Ser
músico es aveces como ser guerrero y monje. Hay que estar preparado para
situaciones y gente desconocidas, para acosos, imprevistos e incluso peligros
sin perder la conexión interior con uno mismo; hay algo de samurai en esta
profesión, sobre todo cuando no se persigue el éxito fácil
de lo archi probado, de cortarse las venas en público en actos patéticos
o de andar sobreprotegido como una guagua. Lo digo porque mientras escribo estas
páginas vi algunos momentos del Festival de Viña, pero eso es otro
asunto, para otro día.
Mauricio
me viene a buscar. La verdad es que estoy un poco nervioso, bueno siempre da nervios.
Los nervios son como las cuerdas de mi guitarra, en este caso de mi cuerpo pero
mucho más sofisticados. Se afinan y dan distintos acordes de acuerdo a
la situación sicológica, igual a otro, ni siquiera situaciones no
hay un recital parecidas. Llegamos al camarín del gimnasio, camarín
de gimnasio, es decir llaves que nunca dejan de correr, gente que nunca deja de
correr, puertas que se cierran con un estampido, el caos en su máxima expresión
de disciplina.
Tres
sombras afinan sus instrumentos, músicos cubanos en esta tierra esquiva
con el arte, cariñosos, cultos, conversar con ellos es un bálsamo.
Marcela y Macarena bailan, se cambian de ropa tan rápido que terminan esfumándose
entre tanto ir y venir, la ropa ya es de un solo color de tanta velocidad, de
esa energía acumulada que culmina en esos pocos minutos de actuación.
Mauricio,
el productor, se moja el pelo en un intento de mantener todo bajo control. Todo
va bien, la gente aplaude, grita, todos los niños de Calbuco en el gimnasio
y chillan de tal manera que los hubieran contratado para la escena del hundimiento
del Titanic... Y mi momento se acerca.
Continuará,
saludos,