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Publicado en Noticias el Lunes 17 de Abril, 2017

El último día de Matías

Fuente: Suplemento

Por Arturo Galarce Fotos Sergio López Isla


Es un día soleado de marzo. Ha pasado casi un mes desde la muerte de su amigo Matías, de 11 años, y C. (el nombre de este menor y del resto de los mencionados en este reportaje se ha omitido), de 13, se cuela entre las tumbas del Cementerio Municipal de Colina, tomando atajos, pidiendo permiso a los muertos en voz alta como si estos pudieran oírlo. Abriéndose paso, recuerda ese lunes 6 de marzo, el último día que pasaron juntos.

-Comimos puré con huevo frito y hamburguesas, que nos hizo mi mami. Bajamos un rato a jugar y después se nos ocurrió ir pa’ la laguna de Chicureo. Antes de irnos pasamos a un supermercado en Colina y robamos unas toallitas húmedas que le íbamos a regalar a la M., que vive en mi block y que tiene una hija chiquitita. Después tomamos la micro pa’ Chicureo…

C. se detiene frente a la lápida de Mario Rodríguez, muerto de una puñalada en el cuello en 2014. Tenía 17 años. Con Matías, dice, solían venir al cementerio para sacar las penas de amor y llorar junto a Mario, escuchando reggaetón.

-Siempre íbamos con el Matías y el P. pa’ la laguna de Chicureo. Nos gustaba darles comida a los patos y a los peces. Nos subíamos a unas camionetas estacionadas y decíamos: “Así vamos a andar algún día, hermano”. Después nos íbamos pa’ algún lado piola y nos comíamos lo que habíamos sacado del súper: papas fritas, mayonesa, bebidas y pollo asado. El Matías era bueno pa’ sacar los pollos. Se iba pa’ un rincón y los picaba con la mano, porque si te pillan y está entero, te lo quitan…

C. se detiene frente a la tumba de Juan Castillo Tapia, muerto de un disparo en la cabeza por un ajuste de cuentas en 2015. Tenía 20 años. En su lápida hay dos pistolas dibujadas. Como la venta de droga le dejaba dinero, C. y Matías solían pedirle billetes para dulces y bebidas cada vez que se lo cruzaban en la calle.

-Cuando íbamos en la micro, el Matías dijo: “¿Bajémonos a robar?”. “Ya, po”, le dijimos, y nos bajamos ahí en el paradero del Algarrobal. Nunca habíamos robado en ese Montserrat. Nos metimos y los guardias nos siguieron de una. Avanzamos hasta el segundo pasillo y le dije al Matías: “Vámonos, esta hu… está entera e’ fome”. Y salimos…

Se detiene de nuevo: son dos amigos de ambos. El Tarro, baleado el 2014 por un ajuste de cuentas, y el Locura, en la tumba vecina, asesinado de una puñalada en el tórax el 28 de noviembre del año pasado. Tenía 16 años.

A los pocos metros, C., flaco, alto, polera azul, shorts negros y zapatillas Nike Air cubiertas de polvo, se detiene por última vez.

-Y aquí está el Matías -dice, llevándose las manos a la cintura-. Mi mejor amigo, mi hermano chico, como le decía.

Un cerco de madera encierra la tumba de Matías. Tenía 11 años. Hay flores secas, un remolino de plástico y una pipa de agua fabricada con botellas de bebida y que sus amigos usan para fumar marihuana cuando lo visitan. Hay una foto suya y un cartel donde se lee “Vuela alto”. C. se sienta en una banca de madera. Juega con la cadena que cuelga de su cuello y que termina en la placa de una virgen. Antes de quedarse en silencio, dice:

-Cuando vi al Matías en el suelo, supe altiro que se iba a morir ahí, en la carretera.

El camino

Como casitas de Monopoly repartidas sobre manzanas de tierra seca, los blocs de la población José Fuentes Guerra, en Colina, dividen los pasajes que Matías y C. recorrían a diario jugando, solucionando o buscando problemas. En uno de los blocs, Maribel Garrido, la madre de Matías, está sentada en el living de su departamento de paredes fucsias y 40 metros cuadrados. Ahí vive con su hijo mayor. Hay fotos de Matías sobre el rack de un televisor encendido que apenas se oye bajo el reggaetón que viene de un departamento vecino.

Maribel, rubia, polera rosada y jeans ajustados, cuenta que nació en Candelaria, en Los Ángeles, donde conoció a Juan, el padre de sus dos hijos. Juntos se radicaron en Santo Domingo, en la Quinta Región, donde nació Matías.

-Eso lo hizo cambiar -recuerda Maribel-. Se curaba todos los fines de semana. Me gritaba y me pegaba, hasta que no aguanté más.

Separada, llegó a Colina hace 10 años con su hijo mayor, un par de maletas y Matías en brazos. Trabajó como empleada en una casa en Chicureo y desde hace dos lo hacía en un local de churrascos y completos en el centro de la comuna. En sus ratos libres, Matías le pedía que lo llevara a una plaza cercana para observar desde lejos los entrenamientos de los paracaidistas de la Escuela de Comandos del Ejército, cercana a la población. Su sueño, le decía Matías, quien cursaría séptimo este año, era convertirse en piloto de aviones de guerra para ganar dinero, comprar una casa en el sur y sacarla de la población.

Días atrás, sentado en el living de su departamento en una población vecina a la de Matías, y bajo la mirada de su madre, C. relataba los otros sueños que compartían con su amigo.

-Nos disparábamos de un bloc a otro. Usábamos pistolas a balines de plástico. Soñábamos con ser milicos y con tener unas calibre 40, de las que tiene Anuel (un cantante de reggaetón), para pegarles a los que se pasaran de vivo y para andar a lo shotta, haciendo quitás.

Shottas (Hermanos en el crimen), la película que ambos miraban una y otra vez desde el celular de C., cuenta la historia de dos amigos de un barrio peligroso de Kingston, en Jamaica, que cometen delitos hasta conseguir suficiente dinero para viajar a Estados Unidos y convertirse de adultos en cabezas del crimen organizado y tráfico de droga de Miami.

Maribel cree que esa fantasía estaba lejos de las ideas de Matías. Pero una cosa le preocupaba: su amistad con C. y lo incontrolable que su hijo se había vuelto en los últimos meses.

-Siempre tuve miedo cuando supe que se había hecho amigo de ese niño -dice Maribel-. Yo ya sabía cosas suyas y también sabía que robaban, porque siempre los veía tomando bebidas y comiendo papas fritas. Hubo veces que le pegué para que dejara de ser su amigo, pero el Matías igual seguía. En la casa uno puede controlar lo que hacen, pero una no sabe lo que pueden hacer cuando salen a la calle.

Ambos se conocieron hace cuatro años. Fue C. el que se acercó a Matías para ofrecerle su protección después de ver cómo los más grandes lo golpeaban por su carácter tímido e inocente. Comenzaron a ir juntos al cementerio, al río y a los cerros. Perseguían culebras, cazaban palomas y sacaban choclos y porotos granados de las siembras. En la casa de C. jugaban a las peleas y se imaginaban de grandes, en Miami, con casas enormes, Ferraris, Porsches, mujeres y billetes cayendo del cielo.

Frecuentaban otras poblaciones y estrecharon amistad con otros grupos de niños. Conocieron a la banda de “Los Menores”, liderada por el Pipe, muerto a tiros a los 21 años en 2015. Junto a ellos, dice C. en el cementerio, participó en turbazos (hurtos grupales y violentos a vista de guardias y clientes) en supermercados en Santiago, aprendiendo técnicas que luego transmitiría a su propio grupo amigos, apodados “Los 40”, conformado por Matías, el P., y cinco niños más. Las técnicas eran dos: “el bolsazo”, es decir, esconder mercadería en bolsas que ingresaban escondidas para simular luego una compra anterior, o sencillamente guardarla entre el estómago y el pantalón. Y “el descuido”, utilizado para hurtos mayores, y que consistía en fingir una pelea en algún punto estratégico del supermercado para distraer a los guardias (Matías era uno de los que tenían esa misión, dice C.), mientras otro integrante tomaba un LED o un equipo de música antes de salir despreocupadamente del recinto. En los supermercados de Colina se hicieron conocidos como “Los Mentitas” o “Los Chuckys”.

Según su amigo, Matías fue un buen aprendiz.

-Él decía que era su carrera -dice C.-. “Vamos a trabajar”, me decía, “que tengo la media contru”. Una contru es cuando te vas a robar algo bueno. Donde hay plata buena. Los LED eran plata buena. Si valían cuatro gambas, los vendíamos en dos gambas. Esa plata se nos iba como en dos días altiro. Fumábamos cualquier yerba. Íbamos a los chinos a comer puro arroz chaufán con carne mongoliana y bebidas. Éramos todos chicos y la gente pasaba y nos miraba como si fuéramos grandes.

La mayoría de los hurtos, dice C., eran ordenados por adultos que les pagaban menos de la mitad por los productos.

-Siempre nos decían: que vayan al menos tres menores de 14 -cuenta, apoyado en una cruz de cemento y encaramado sobre una tumba para mirar los cerros que recorrían con Matías-. Por mí que vayan puros cabros chicos, porque se van altiro y hacen menos trance. En cambio, los de 14 años ya saben que se pueden ir presos y se ponen a pensar más. Salen mirando pa’ todos lados. El chico pasa callado porque sabe que lo van a soltar altiro si lo pillan. Y si los guardias dicen algo, echan la añiñá o les tiran las hue… en la cara. La otra vez un guardia me agarró de una oreja y me di vuelta y le puse manso combo en el hocico.

Hijos del sistema

Sebastián Valenzuela es gerente legal del Grupo Alto, dedicado a diseñar planes de vigilancia para minimizar pérdidas en empresas. Está al interior de una oficina en Santiago Centro. Tanto en Alto como en sus años como defensor juvenil en Viña del Mar, cuenta haber lidiado con la problemática de bandas conformadas por menores de edad y sus métodos para sortear los protocolos de seguridad.

Sobre la mesa, Valenzuela abre el Tercer Estudio de Mermas en el Retail que realizaron el año pasado junto a la Cámara de Comercio de Santiago y el ESE Business School de la Universidad de los Andes, que cifró en 521 millones de dólares las pérdidas en mermas del 2016, medidas en 22 de sus clientes: los hurtos forman parte importante del 72 por ciento del total de esas pérdidas.

Si bien no manejan cifras de menores en edad inimputable -según el seguimiento de Alto, la participación de jóvenes mayores de 14 años y menores de 18, en delitos conocidos fue de un 11 por ciento-, han logrado registrar casos en los que se ha comprobado la participación de menores de 14.

-Tenemos el caso de una banda dedicada al robo de cajas registradoras en supermercados -dice Sebastián Valenzuela-. En vez de asaltar a la cajera o cajero, lo que hacen es cortar el cable de las cajas, provocando un cortocircuito y con eso la gaveta de la caja se abre. Logramos vincular 30 casos de este tipo, identificando a la misma persona. Esa persona es un joven de 13 años. Pero creemos que no es el líder de una banda, sino que hay adultos que no entran a las tiendas, que son los verdaderos líderes.

Catalina Mertz, ex directora ejecutiva de la fundación Paz Ciudana, y hoy presidenta de la Asociación Chilena de Supermercados (ACHS), está sentada en la cabecera de una larga mesa de reuniones en un edificio de Las Condes. Como ACHS, explica, no han diseñado un perfil de menores en edad inimputable o imputable que hurtan en supermercados, pero son casos que conoce desde su trabajo en Paz Ciudadana.

-Hace muchos años que existen resultados empíricos de las fallas que tiene el Sename en términos de que las intervenciones que se realizan no están basadas en evidencia -dice Mertz-. No se mide el impacto de lo que hacen estos jóvenes. Hay una serie de problemas legislativos como la acumulación de penas y que son tremendamente relevantes porque a menor edad es cuando uno puede tener mejores efectos para que estos jóvenes no sean adultos violentos.

Tampoco existen cifras en el Poder Judicial sobre la cantidad de infracciones cometidas por menores en edad inimputable, como las de C. y Matías: los casos resueltos en los que participaron menores de 14 años ingresan como causas de protección al Tribunal de Familia, quienes definen los programas ambulatorios a los que se someterán los menores y su entorno. A pesar de ello, explica la jueza Gloria Negroni, si en 2014 ingresaban 70 mil causas, durante 2016 ingresaron 80 mil.

-Pero dentro de esas causas de protección hay causas infraccionales que puede incluir a niños que son imputables y otros no, y podemos tener claro que ha aumentado la cifra porque ha crecido el resguardo de niños y adolescentes -dice Gloria Negroni, acompañada de las juezas Karen Hoyuelos y Constanza Feliú, en una oficina del Tribunal de Familia-. Entonces hay más denuncias y eso te habla de una ciudadanía que está más consciente de que tiene la posibilidad de recurrir a las instituciones.

-La edad para que se considere inimputable a un menor de 14 años no es un invento nuestro -agrega Karen Hoyuelos-. La ley lo estableció así. Es una voluntad soberana. Y antes era hasta los 18. Obviamente en casos en los que un menor se robó un chocolate, por ejemplo, y es la primera vez que lo hace, no le vamos a poner todo el sistema judicial encima. La intervención tiene que ser acotada, tanto restrictiva como terapéuticamente. Lo último que pretendemos es enviar a un niño a un hogar de menores.

Tanto Karen Hoyuelos como Gloria Negroni han recibido críticas en su entorno familiar por no haber aplicado penas más altas a niños involucrados en infracciones. Junto a eso, han presenciado la animosidad de parte de la ciudadanía, capaz de tomar por sus propias manos la justicia en caso de ser víctimas de un delito o de alegrarse cuando un menor infractor o un delincuente adulto mueren. Catalina Mertz, de la Asociación de Supermercados, cita un estudio del World Justice Project para referirse a este fenómeno:

-Le preguntaron a gente si su vecino detiene a un ladrón cometiendo un delito con violencia, cuán probable es que lo golpeen. En países donde los sistemas judiciales sí funcionan y hay menor impunidad, las tasas de respuesta son muy bajas, con 30 o 40 por ciento. En Chile, junto con África y los países más subdesarrollados, sube a 80 por ciento.

-Obviamente es más fácil sancionar -dice la jueza Gloria Negroni-. Pero no podemos tener ni a un niño ni a un adulto presos permanentemente. Deberíamos hacernos más preguntas sobre los orígenes del problema: la vulnerabilidad, la droga, la normalización de conductas delictuales. Hoy todo el foco está puesto en el consumo y ojalá conseguirlo por la vía más fácil posible. Ese es el sueño. ¿Y cómo consigues ese sueño? Porque hay toda una sociedad que te está diciendo que ese es el sueño. Entonces, ¿para qué estamos educando?, ¿para qué estamos criando?, ¿cuál es el foco? Estamos en una sociedad que le da más valor a las cosas que a lo que eres como persona. Y eso tiene un costo. Tenemos una tendencia como sociedad a condenar tanto previamente sin haber escuchado bien la historia de quien está en una situación como esta. Todo se condena, y es fácil hablar sin conocer historias que incluso pueden ser las de nuestros hijos.

Perder a Matías

Cuando era todavía más pequeño, Maribel Garrido llevaba a Matías a su trabajo como empleada de una familia del condominio El Algarrobal. Mirando las casas, los autos y los jardines que eran mantenidos por su padre (que dejó de ver cuando tenía 6 años, según Maribel, aburrido de su alcoholismo), Matías le preguntaba por qué ellos eran tan pobres. Ella le respondía que así les había tocado nomás, y Matías guardaba silencio. Parecía entenderlo, dice Maribel, pero al rato Matías le insistía por el regalo que siempre pedía: una moto de cuatro ruedas.

Matías no sacó ningún pollo asado ese día en el supermercado. Cuando C. les dijo que lo mejor era largarse, él y P. hicieron caso y salieron. Ya se había hecho tarde para ir a la laguna y se quedaron rondando el lugar, haciendo bromas, perdiendo el tiempo. Subieron a una caseta de seguridad en el estacionamiento del centro comercial y los guardias se acercaron para pedirles que se bajaran.

-Y uno de ellos salió persiguiendo al P. -dice C., en el cementerio-. El P. salió corriendo para la derecha y yo le dije al Matías que fuéramos a buscar las toallitas húmedas porque las habíamos dejado escondidas en el basurero del paradero. El P. cruzó la carretera y yo le grité al Matías que lo iba a buscar, que me esperara, y él me decía que venían los guardias, y yo le decía que no tuviera pera (miedo), que me esperara. Cuando crucé la autopista me di vuelta y vi que venía el guardia y el Matías corrió y pasó el auto y ¡paf!

La versión de C. es similar a la informada por Carabineros esa noche para los noticieros: tres jóvenes huyen del lugar al ser sorprendidos, un guardia intenta darles alcance, y uno de ellos es atropellado por un vehículo cuando cruzaba la autopista (Los Libertadores, kilómetro 11). Una testigo, trabajadora del centro comercial que a esa hora esperaba micro en el paradero donde Matías buscó las toallitas húmedas, coincide con C. Las cámaras de seguridad, en cambio, y a las que dice haber tenido acceso Maribel, no alcanzan a mostrar más allá del perímetro del estacionamiento, mucho menos al sector del paradero, donde habría sido amedrentado Matías. Miguel Ramírez, dueño de la empresa de seguridad Egos Vigilancia, que presta servicios a los supermercados Montserrat, niega la responsabilidad de sus empleados:

-Como son menores de edad -dice Ramírez- los guardias tienen un cuidado único, porque toda la gente siempre está mirando. El protocolo en el caso de menores de edad es el de siempre: se ponen a disposición de Carabineros, aunque a veces para no tener problemas se les deja ir. Son de estos niños delincuentes, que andan buscando dónde poder hurtar.

Y continúa:

-Después de bajarse de la caseta, donde estaban molestando a la gente que pasaba, se fueron por la parte exterior y salió el guardia de la farmacia, que no es guardia nuestro, y los cabros se separaron. Uno cruzó por la carretera y lo atropella un auto. Los guardias no tuvieron ninguna participación en el motivo del atropello de este niño. Fue una negligencia del niño que se le ocurre cruzar por un lugar que no está habilitado.

C. cuenta que el conductor que impactó a Matías se lanzó del vehículo cuando este aún estaba en movimiento.

-Se tiró, quedó todo rasmillado y se fue donde el Matías. Le gritaba: “¡Por favor, hijo, despierta, no me hagas esto!”.

Matías murió en el acto, a las 19:55. Su madre, Maribel, solo lo supo cuando llegó al lugar media hora después y vio una lona de plástico sobre la carretera. Ese día su hijo debía haber ido al colegio, pero ella aún no conseguía el dinero para comprarle el uniforme y los útiles escolares.

Esa misma noche, un noticiero tituló el accidente como “Mechero de 11 años falleció arrollado en autopista por robo”. Con ese mismo título la noticia fue publicada en el sitio web del canal, pero en las horas siguientes fue borrada tras las críticas recibidas en redes sociales por calificar como “mechero” a un menor en edad inimputable. Además, ninguna denuncia por delito fue registrada por Carabineros esa noche.

Al día siguiente, y mientras C. se prometía no robar nunca más (tiene miedo a morir y caer preso: en dos meses más cumple 14 años), el conductor del vehículo que atropelló a Matías recibió un segundo golpe al abrir Facebook y ver la noticia publicada en la página de un noticiero. Cuenta que más abajo, vio cómo los comentarios de decenas de personas manifestaban su alegría por la muerte de Matías, algunos felicitándolo o preocupados sarcásticamente por el estado de su auto. Congelado frente a lo que leía, no fue capaz de teclear su respuesta, como tampoco ha logrado responderse la pregunta que esa noche se enquistó en su cabeza: ¿Qué habrá pasado en la vida de Matías para que ese día, a esa hora, el azar los cruzara con determinada violencia?

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